La bacteria Neisseria meningitidis, conocida como meningococo, representa un serio riesgo sanitario, especialmente en América Latina, donde su impacto suele subestimarse.
De acuerdo a la Organización Mundial de la Salud (OMS), aunque los registros muestran tasas bajas de incidencia —por debajo de 2 casos por cada 100.000 habitantes—, las dificultades en la notificación limitan la comprensión real del problema.
La enfermedad meningocócica invasiva (EMI), que abarca meningitis y meningococcemia, afecta especialmente a menores de cinco años, adolescentes y adultos jóvenes. En estos últimos, el hacinamiento y la convivencia en espacios reducidos elevan la vulnerabilidad. Aunque su aparición es poco frecuente, puede tener desenlaces fatales: entre un 10 y un 15 % de los casos resultan mortales, y esa cifra puede llegar al 40 % en cuadros de meningococcemia.
Las secuelas permanentes afectan a uno de cada cinco sobrevivientes. Entre las más graves se encuentran la sordera, problemas visuales, retraso cognitivo y amputaciones. El contagio se da por contacto directo con secreciones respiratorias, siendo los adolescentes y adultos jóvenes los principales portadores asintomáticos.
Frente a esta amenaza, la vacunación constituye una estrategia clave. Las vacunas conjugadas, en particular, han demostrado no solo generar inmunidad duradera sino también reducir la propagación del patógeno en la comunidad.